
Cuenta la leyenda que un joven hidalgo, con su séquito se internó, con ánimo de cazar en un bosque próximo a sus propiedades. Al poco divisó un ciervo que le miraba provocador con unos ojos extrañamente verdes. Sin duda era una hembra.
Sorprendido porque el animal no huía, el caballero empuñó su arco, colocó la flecha, tensó la cuerda muy levemente, apunto y disparó con sumo cuidado.
- ¡Le ha dado Señor, le ha dado!, celebraron sus amigos y acompañantes.
El ciervo, sosteniendo desafiante la mirada del hidalgo, dio un brinco y, pese a estar malherido, se internó en el corazón del bosque.
Ordenando a su séquito que lo aguardasen, el caballero salió a galope siguiendo el rastro de sangre. Pudo ver como el ciervo alcanzaba la orilla de un lago y, tras volver a mirarlo esta vez con tristeza, se arrojó a las aguas. El noble caballero prendado de esa mirada, descabalgó y caminó hasta la orilla. En el agua divisó una muchacha de ojos verdes que apenada aunque sonriente, le miraba fíjamente.

El hidalgo caballero nunca volvió, aunque cada cierto tiempo, en lo profundo del bosque, una pareja de ciervos se pasea libremente. Nadie se atreve a dispararles. La hembra, de unos extraños ojos verdes, muestra en un costado de su cuerpo la cicatriz de una herida situada a la altura del corazón, se dice que es la huella de una herida de amor.
Epílogo
Esta leyenda bien pudo acontecer en los oníricos parajes del rodeno de la Sierra de Albarracín y pudiera estar inspirada en las pinturas del Abrigo de las Olivanas de Tormón, que ilustran el cuento.
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